Repitiendo el ritual, caminamos por el sendero de todos los años, empedrado con estampas, adornos y perfumes de comida y ciprés.
Multitudes cabizbajas susurran sus memorias, deteniéndose para atender a un niño que llora, o para comprar un alimento que disipe el calor y el ansia.
Nuestras sombras se entrelazan como un lago revuelto por la intensidad del sol.
Llegamos finalmente, al valle donde las lápidas grises, ahora vestidas de colores y flores, se empinan para ser vistas desde la lejanía.
El sonido de los recuerdos es abrumador.
Conseguimos abrirnos paso, sorteando el bullicio, hasta el lugar donde descansás, para comprobar que seguis en tu casa subterránea. Feliz.
Feliz, como cuando por las navidades alegrabas la casa con tus ocurrencias, tus regalos y tu amistad.
Como cuando tuviste que ser padre y hermano de más de un niño en los tiempos donde hasta llevar una biblia era prohibido.
Feliz, cuando mentías para ocultar tus travesuras de niño.
Las aventuras de tus viajes por todo el mundo, con tus mágicas postales de colores describiendo paisajes alucinados.
Con nuestro sudor arreglamos tu espacio, sonriendo casualmente, rodeados del olor a césped que desparrama el machete.
Hablándote de cómo anda hoy la casa, de cómo ha cambiado la situación, no siempre para bien.
Un círculo a tu alrededor después del refrigerio, es nuestra despedida.
-“Padre nuestro que estas en los cielos, Santificado sea tu nombre”.
Nos vemos dentro de un año querido amigo, querido hermano. Siempre estás con nosotros, hasta el día que nos reunamos en tierra.